lunes, 9 de abril de 2007

El cepillo de dientes color rosa

Ya había decidido que los petisos estaban descartados. Esas pequeñas criaturas maquiavélicas la habían hecho sufrir lo suficiente como para hacer evidente su próxima elección: los altos. Y hubieron uno, dos, tres, cuatro altos... y su suerte no cambiaba. Estos no sólo le dejaban el corazón roto, sino también, dolores de cuello casi insoportables después de largas sesiones de franeleo. De modo que se dijo “¿Y los de estatura media?” Y buscó y encontró y volvió a desilusionarse.

Después se dio cuenta de su craso error: ¡La estatura no tenía nada que ver! "Esto es una cuestión de edades", sentenció. Y empezó a ahondar en su investigación de mercado. Así salió con hombres mayores que ella. Pero al tiempo descubría que tenían poco y nada en común. La aburrían. Se dormían temprano y se cansaban pronto. Así que recurrió a los de su edad: todos parecían ser más inmaduros que ella (lo cual ya era mucho decir...), de modo que optó por los más jóvenes. "Carne fresquita...", se relamía. Pero, al cabo de un tiempo, se empachó de aquellos cuerpos firmes que guardaban almas inexpertas.

Cada vez más confundida, buscó nuevos motivos que justificaran sus fracasos sentimentales. Así estuvo una noche en vela, preguntándose y preguntándose, hasta que... ¡por fin! Había estado yendo por el camino equivocado. La cuestión radicaba en el ámbito donde buscaba. "Muy bien", se dijo, "voy a empezar por los lugares más cotidianos". Y arrancó por el barrio. Comenzó a frecuentar al vecino del quinto piso. Pero ante cualquier discusión, era realmente incómodo cruzarse en el ascensor o en los pasillos y fue así, que la cosa no prosperó. Al día siguiente, paró sus antenas en la oficina. No tardó en comenzar un romancete con un compañero de la división de marketing. Pero, no. Los chismes corrían descontrolados y ella no quería arriesgar su trabajo. "Es mejor un ambiente más relajado", pensó. Y buscó en un bar del centro. El alcohol y la noche eran la combinación perfecta para generar un clima de distensión y romance. Conoció a un tipo canchero, simpático y fachero. Pero luego su galán pronto mostró su hilacha de mujeriego empedernido.

"Si yo no sé lo que busco, entonces la gente que me quiere, quizás lo sepa". Dejó decidir a su mejor amiga. Ella le consiguió un hombre amable, de mundo, culto y elegante. Pero, a pesar de sus fascinantes anécdotas, ella decidió que prefería una vida más simple, sin tanta aventura. Entonces, recurrió a su madre. Ella sí sabría encontrarle el candidato perfecto. Y así, apareció Felipe. Un chico buenazo, familiero, laburador y responsable. Pero, tampoco. No había pasión, ni emoción en sus encuentros.

Pensó que debía haber otro modo. Algo más... novedoso, quizás. Y se conectó a Internet. Desde la comodidad de su hogar, comenzó a hablar de sus temas más íntimos con perfectos extraños. Se maravillaba ante estas citas virtuales, que no requerían de maquillaje, ni escotes provocativos. Allí, en piyama, con los pelos revueltos, y las medias agujereadas, se dejaba seducir (y seducía) a aquellas letras sin cara. Al cabo de un tiempo, comenzó a concretar las citas persona a persona. Conoció a tres hombres: uno había mentido sobre su apariencia, otro era un sexópata incurable y el último, un nerd que mezclaba una voz chillona y silencios interminables.

"Si el presente no me trae suerte, entonces tal vez, tenga suerte al desenterrar el pasado”. Y volvió a verse con uno de sus ex. Pero, pronto recordó sus anteriores teorías acerca de la estatura, la edad, el ámbito... y escapó justo a tiempo de volver a enamorarse de él.

"¡Ya sé!", exclamó. "Qué tonta fui... la falla radica en el estado civil..." Así, se dispuso a explorar cada uno de ellos. Primero, salió con un soltero, pero sus temores al compromiso y la edípica relación con su madre, la agobiaban. Luego, optó por un separado. Pero su ex y sus hijos eran una mochila que cargaba y lo anclaba en el pasado y los problemas. No tuvo más remedio que apuntar sus fusiles a un viudo. Pero la depresión que sumía a su nuevo amor, era más de lo que ella podía manejar. Finalmente, decidió probar suerte con la elección que menos le agradaba: un hombre casado. Así, se convirtió en amante--por supuesto, oculta y sujeta a una soledad aún más inmensa que la que sentía cuando estaba sola... sola... sola...

“¡Sola!”, exclamó. “Voy a tomarme un tiempo para estar sola”.

Ya se había cansado de tanto buscar. Había medido a los hombres según sus estándares y todos habían fallado. De repente, se sintió demasiado buena para cualquier tipo. Se sintió poderosa, segura, fortalecida. Por primera vez en su vida, estando sola, se sentía una mujer entera. Feliz. Libre.

Así, comenzó a concentrarse en su carrera, su familia, sus proyectos personales. Empezó a realizar cursos de esto y de aquello. Todas las noches, salía a correr por el parque que quedaba a dos cuadras de su edificio. A medida que su corazón se fortalecía, también lo hacía su cuerpo. Cada vez más estilizado y firme. Se sentía plena. Sabía que era la única dueña de su vida y de sus decisiones.

Una noche, ella venía trotando alrededor de aquel parque, siempre repleto de gente y de árboles frondosos y añejos. Escuchaba música disco en sus walkman (aún no se adaptaba a la tecnología mp3). “I will survive... I will survive... yeaaah, yeaaah”, sonaba en su mente distraída. Entonces, sucedió.

Se chocó de frente, a pleno, a otro corredor distraído que venía en dirección contraria. Se estamparon de tal manera, que ambos cayeron al suelo... ella con cara de cachorrito asustado... él, con cara de me caí de la cama en medio de la noche. Al principio, pensaron en insultarse de arriba abajo. Largarse un “Che! ¿Pero vos no ves por dónde corrés?”. Pero, no. El flechazo fue instantáneo. Ella supo que lo había encontrado. Así, de sopetón. Sin buscarlo. Sin proponérselo. Allí estaba el Príncipe Azul que tanto había estado buscando.

Al violento encontronazo en el parque, le siguió un café. Dos. Tres. Una cena. Dos. Tres. Descubrieron que vivían uno enfrente del otro, pero nunca se habían visto antes. “Es el destino”, pensaba ella, segura de que había encontrado al Hombre de su Vida.

Él comenzó a pasar días en el departamento de ella. Y ella comenzó a pasar días en el departamento de él. En el baño del masculino y minimalista hogar, se podía ver ya un cepillo de dientes color rosa y algunas cremas en el botiquín.

Una mañana, luego del desayuno en la cama y algunos mimos, él se preparó para ir a trabajar. Ella decidió quedarse haciendo fiaca una horita más. Se despidieron con un beso tierno y ella permaneció despierta, mirando el techo y pensando en la dicha que al fin había alcanzado.

Pasaron diez minutos, y no. Sabía que ya no podría conciliar el sueño. Así que se levantó y se dirigió a la computadora que estaba en el living. Chequearía sus mails y después se daría una ducha. Se sentó en la cómoda silla giratoria. Acercó su mano derecha al mouse, aún sonriendo. De repente, vio que él había olvidado su casilla de correo abierta.

Ella dudó. Acercó la flechita del cursor a la cruz que se encontraba en el borde superior derecho de la ventana hacia (lo que podrían ser) los más íntimos secretos de SU hombre. Volvió a dudar. Se sentiría culpable. Se puso de pie. Alejó la vista del monitor. Volvió a mirarlo. Pensó. Volvió a pensar. Y volvió a sentarse.

La tentación era más fuerte y, después de todo, él seguramente no le ocultaba nada... o sí?

Leyó algunos mails para nada interesantes: cuatro relacionados a temas laborales, dos propagandas, tres cadenas... el décimo, era de su mejor amigo. El asunto era “RE:” Sólo eso. Pero implicaba un mail anterior, un mail escrito por SU hombre. Y eso era lo que a ella realmente le interesaba. No quería saber que había escrito su mejor amigo. Lo interesante estaba en el mail original.

Así, leyó el siguiente mail por parte de “él”:

Qué hacés, Franquito.

Yo acá ando, hermano. Un poco confundido, para serte sincero.

En el laburo las cosas marchan bien, así como el resto de las cosas, pero hay algo que no me termina de cerrar, sabés.

Se trata de ella. No sé qué pasa, pero hay algo que no me termina de convencer.

Vos sabés muy bien cómo me fue con las minas altas. ¿Y ahora me vengo a enganchar con una que mide 1.78 m.? ¡Yo no aprendo más!

Además, tiene ocho años menos que yo, y viene de muchas relaciones fallidas. Vos sabés muy bien, amigo, la importancia que le doy yo a la diferencia de edad en las parejas y detalles sobre su pasado. Además, la conocí en el parque... y no creo que sea un ámbito muy adecuado. Y... es del barrio... y será muy difícil enfrentar los chusmeríos de los vecinos.

De modo que he estado meditándolo muy bien y estoy pensando en la forma de hacérselo saber. Esto no va más. Creo que aún sigo buscando “esa persona ideal”.

Ella no leyó más. Sus lágrimas no la dejaban ver. Se sentía ridícula y expuesta.

Pero ya no sabía si lloraba por sentir que lo había perdido... o si lloraba por haberse enfrentado a todos los estúpidos prejuicios que había tenido durante tanto tiempo. Fue verse en un espejo. No podía sentir rabia con él, si no consigo misma.

Llorando todavía, se levantó de su asiento y se dirigió al baño. Y lentamente, sacó su cepillo de dientes color rosa y lo guardó en su bolso.

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