Small Talk
Entré al almacén. Casi siempre que voy, hay gente.
Y Mary que no ayuda. Es lenta para atender y siempre se la escucha hablar. El clima y los avatares domésticos son sus temas predilectos. La ves moverse con lentitud mientras envuelve el fiambre con ese papel grisáceo, aburrido, y comenta lo molesto de la lluvia. Y yo espero.
Miro el reloj y hace como diez minutos que la vecina de enfrente está pidiendo. Me pregunto cómo hace para acordarse de todos y cada uno de los cincuenta y ocho ítems de su lista mental. Y pide. “Galletitas dulces... ¿cuáles tenés?”. Y Mary señala, nombra y describe cada paquete. La vecina de enfrente duda. Piensa. Mira. Le pide que repita. Y Mary repite, recomienda, sigue tomándose su tiempo, que también es mío. Miro el reloj y me aburro. Observo. Escucho. Y la mina que sigue pidiendo. Detergente. Ciento cincuenta de paleta especial. Un pedazo de queso mantecoso. Pregunta si hay aceitunas. “Esta noche voy a hacer pizza”, anuncia orgullosa. Y a nadie más le importa. Excepto a Mary, que se saborea y relata la opinión de cada uno de los miembros de su familia respecto a la pizza. Sigo esperando.
Por fin, llega el anuncio que realmente importa: “Por ahora, nada más... ¿Cuánto sería?”. Una sensación de alivio recorre mi cuerpo. Intento que no se noten mis ganas de sonreír. Me voy acercando al mostrador, despacito, para terminar cuanto antes con la espera. Estoy a punto de abrir la boca para pronunciar mi pedido, cuando la vecina de enfrente interrumpe: “¡Ah...! ¿Sabés lo que me olvidé...?” AAAAAHHHHH!!!!!!!!, grito por dentro. Y pide manteca.
Ahora sí, es mi turno. Soy concreta y voy al grano. No necesito recomendaciones. Pero Mary no puede con su genio y empieza a hablarme del clima. Yo le contesto educada, amable: “Sí... la verdad, está horrible”. Y ella habla y habla. A mí no me importa lo que dice y me cuesta seguirle la corriente porque me parece que no tengo mucho que aportar al respecto. Quizás mi inseguridad sea el motivo por el cual no me agraden demasiado este tipo de charlas. Y mi estado de ánimo. Tengo que estar de un particular buen humor para engancharme en una conversación trivial con un pseudo-conocido o extraño.
Igual, admiro a aquellos que tienen esa facilidad. Como mi papá. Mi viejo es extremadamente bueno hablando con desconocidos. Me acuerdo que una vez, cuando era chica, alguien le pidió la hora y logró entablar un mini-diálogo con la persona en cuestión en plena calle. Sin dudas, eso sí que es ser un experto en el tema.
Mary me dice: “Son siete pesos con treinta”. Extiendo el billete de diez y espero los correspondientes $2,70 de vuelto. Mientras busca el cambio, predice: “Igual, en cualquier momento sale el sol...”
Y Mary que no ayuda. Es lenta para atender y siempre se la escucha hablar. El clima y los avatares domésticos son sus temas predilectos. La ves moverse con lentitud mientras envuelve el fiambre con ese papel grisáceo, aburrido, y comenta lo molesto de la lluvia. Y yo espero.
Miro el reloj y hace como diez minutos que la vecina de enfrente está pidiendo. Me pregunto cómo hace para acordarse de todos y cada uno de los cincuenta y ocho ítems de su lista mental. Y pide. “Galletitas dulces... ¿cuáles tenés?”. Y Mary señala, nombra y describe cada paquete. La vecina de enfrente duda. Piensa. Mira. Le pide que repita. Y Mary repite, recomienda, sigue tomándose su tiempo, que también es mío. Miro el reloj y me aburro. Observo. Escucho. Y la mina que sigue pidiendo. Detergente. Ciento cincuenta de paleta especial. Un pedazo de queso mantecoso. Pregunta si hay aceitunas. “Esta noche voy a hacer pizza”, anuncia orgullosa. Y a nadie más le importa. Excepto a Mary, que se saborea y relata la opinión de cada uno de los miembros de su familia respecto a la pizza. Sigo esperando.
Por fin, llega el anuncio que realmente importa: “Por ahora, nada más... ¿Cuánto sería?”. Una sensación de alivio recorre mi cuerpo. Intento que no se noten mis ganas de sonreír. Me voy acercando al mostrador, despacito, para terminar cuanto antes con la espera. Estoy a punto de abrir la boca para pronunciar mi pedido, cuando la vecina de enfrente interrumpe: “¡Ah...! ¿Sabés lo que me olvidé...?” AAAAAHHHHH!!!!!!!!, grito por dentro. Y pide manteca.
Ahora sí, es mi turno. Soy concreta y voy al grano. No necesito recomendaciones. Pero Mary no puede con su genio y empieza a hablarme del clima. Yo le contesto educada, amable: “Sí... la verdad, está horrible”. Y ella habla y habla. A mí no me importa lo que dice y me cuesta seguirle la corriente porque me parece que no tengo mucho que aportar al respecto. Quizás mi inseguridad sea el motivo por el cual no me agraden demasiado este tipo de charlas. Y mi estado de ánimo. Tengo que estar de un particular buen humor para engancharme en una conversación trivial con un pseudo-conocido o extraño.
Igual, admiro a aquellos que tienen esa facilidad. Como mi papá. Mi viejo es extremadamente bueno hablando con desconocidos. Me acuerdo que una vez, cuando era chica, alguien le pidió la hora y logró entablar un mini-diálogo con la persona en cuestión en plena calle. Sin dudas, eso sí que es ser un experto en el tema.
Mary me dice: “Son siete pesos con treinta”. Extiendo el billete de diez y espero los correspondientes $2,70 de vuelto. Mientras busca el cambio, predice: “Igual, en cualquier momento sale el sol...”
Qué bueno tener una almacenera optimista.
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