Pepa Legrand
La tía Pepa se la pasa diciendo malas palabras—no le importa si te conoce, o no. Dice que está más allá de todo y que tiene derecho a hacer o decir lo que sea del modo que quiera, le joda a quien le joda. Usa ojotas, aún en invierno, porque se le hinchan los pies y siempre anda de batón.
Pesa más de cien kilos, la tía y, sin embargo, ella te afirma: “¡Pero yo no como nada...!”. “Entonces es magia...”, me digo. Pero no me la creo porque cuando llegás a su casa, siempre la encontrás sentada en la misma silla, mirando América o alguna película, tomando mate con esa pavota de dos litros, un tupper cuadrado, blanco, que debe albergar unos cuatro paquetes de Express, varios panes, fiambre y queso de máquina sobre la mesa.
Se queja mucho, la tía Pepa: de sus dolores, sus piernas gruesas que hormiguean, sus vecinos, sus hijos que no se casan nunca, de los amigos de sus hijos que ya la tienen re podrida, de que no como...
Debería llamarse “Pepa Legrand”... porque te interrumpe todo el tiempo y parece que no escuchó nada de lo que le dijiste. En realidad, parece que todo el tiempo que estuviste hablando estuvo pensando en qué decir para cortarte. A veces, terminamos atascadas en una conversación de locos: yo hablando del mail que me mandó mi ex, y ella comentándome que “La Dory” empezó la dieta disociada.
En más de una ocasión, se queda dormida en la mesa. Da cosita despertarla cuando la ves ahí, desplomada sobre la mesa. Igual se despierta solita, de golpe, como si los gritos en mi cabeza que le dicen: “¡DESPERTATE!”, le llegaran de algún modo. Y abre los ojos rápidamente, se reincorpora y vuelve a quejarse.
Cada vez que suena el teléfono, dice “¡Uf!” y ni se apura en atender. Se toma todo su tiempo en contestar como esperando que se cansen y corten. Y cuando alguien que no espera golpea la puerta, putea y dice “¿Y ahora quién viene a romper las pelotas?” Y el pobre condenado sigue golpeando al otro lado de la puerta hasta que la tía, con un grito agudísimo, pregunta embroncada: “¿Quién eeeees?”
Cuando hace mucho que no la visito, me llama y me dice: “¿Por qué no venís más, chota?”. Entonces, a los pocos días, la llamo y le pregunto: “¿Vas a estar hoy a la tarde, tía?” y ella me tira un “¡Y Sí! ¿Dónde voy a ir yo?” con tono de qué-pregunta-pelotuda-me-acabás-de-hacer. Ahí me arrepiento de haberla llamado, pero voy igual.
Los que la conocemos bien no nos tomamos muy a pecho su carácter de mierda. Hay que saber llevarla, nomás. La mayoría de la gente no se atreve a discutirle nada, pero yo, como buena sobrina y ahijada que soy, le llevo la contra. Por eso, me respeta. A pesar de todo, la tía es buena onda. Se preocupa por mí. Me regala una bombacha rosa cada Navidad y nunca falta a mis cumpleaños.
Pesa más de cien kilos, la tía y, sin embargo, ella te afirma: “¡Pero yo no como nada...!”. “Entonces es magia...”, me digo. Pero no me la creo porque cuando llegás a su casa, siempre la encontrás sentada en la misma silla, mirando América o alguna película, tomando mate con esa pavota de dos litros, un tupper cuadrado, blanco, que debe albergar unos cuatro paquetes de Express, varios panes, fiambre y queso de máquina sobre la mesa.
Se queja mucho, la tía Pepa: de sus dolores, sus piernas gruesas que hormiguean, sus vecinos, sus hijos que no se casan nunca, de los amigos de sus hijos que ya la tienen re podrida, de que no como...
Debería llamarse “Pepa Legrand”... porque te interrumpe todo el tiempo y parece que no escuchó nada de lo que le dijiste. En realidad, parece que todo el tiempo que estuviste hablando estuvo pensando en qué decir para cortarte. A veces, terminamos atascadas en una conversación de locos: yo hablando del mail que me mandó mi ex, y ella comentándome que “La Dory” empezó la dieta disociada.
En más de una ocasión, se queda dormida en la mesa. Da cosita despertarla cuando la ves ahí, desplomada sobre la mesa. Igual se despierta solita, de golpe, como si los gritos en mi cabeza que le dicen: “¡DESPERTATE!”, le llegaran de algún modo. Y abre los ojos rápidamente, se reincorpora y vuelve a quejarse.
Cada vez que suena el teléfono, dice “¡Uf!” y ni se apura en atender. Se toma todo su tiempo en contestar como esperando que se cansen y corten. Y cuando alguien que no espera golpea la puerta, putea y dice “¿Y ahora quién viene a romper las pelotas?” Y el pobre condenado sigue golpeando al otro lado de la puerta hasta que la tía, con un grito agudísimo, pregunta embroncada: “¿Quién eeeees?”
Cuando hace mucho que no la visito, me llama y me dice: “¿Por qué no venís más, chota?”. Entonces, a los pocos días, la llamo y le pregunto: “¿Vas a estar hoy a la tarde, tía?” y ella me tira un “¡Y Sí! ¿Dónde voy a ir yo?” con tono de qué-pregunta-pelotuda-me-acabás-de-hacer. Ahí me arrepiento de haberla llamado, pero voy igual.
Los que la conocemos bien no nos tomamos muy a pecho su carácter de mierda. Hay que saber llevarla, nomás. La mayoría de la gente no se atreve a discutirle nada, pero yo, como buena sobrina y ahijada que soy, le llevo la contra. Por eso, me respeta. A pesar de todo, la tía es buena onda. Se preocupa por mí. Me regala una bombacha rosa cada Navidad y nunca falta a mis cumpleaños.
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